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Vida y esperanza en el campo de refugiados

Balata es, junto con Askar y Ein Beit al-Ma, uno de los tres campos de refugiados que se cuentan dentro de la municipalidad de Nablus. Con alrededor de 23.000 habitantes según números oficiales (y otros miles no registrados) se trata del mayor campo de Cisjordania. Mayor en densidad de población, claro; en extensión apenas cuenta con un kilómetro cuadrado.

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Gestionado por la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo, el campo de Balata fue establecido en 1950 para dar cobijo a los desplazados de la zona de Jaffa tras la guerra de 1948 y la subsiguiente Nakba, cuando cientos de miles de palestinos fueron expulsados de sus aldeas y ciudades de origen por parte de las fuerzas sionistas. Durante los dos primeros años los palestinos se resistieron a acogerse a la supuesta temporalidad de aquellas tiendas de campaña, y no sería hasta 1952 cuando llegasen las primeras familias. Poco después se empezaban a construir casas en el estricto sentido de la palabra. La solución no iba a ser tan temporal.

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Como el terreno sobre el que se levanta no puede ampliarse y la tasa de natalidad es alta (además de los refugiados que han llegado en oleadas posteriores) a día de hoy las casas de Balata se apiñan unas con otras, construyéndose nuevas plantas en edificios en los que viven hasta cuatro generaciones de la misma familia, a veces seis personas por habitación, alcanzando cifras de hasta 80 personas por edificio de cuatro plantas.

En estas condiciones de hacinamiento la privacidad es un concepto inexistente, pero casi el menor de los problemas a la hora de hacer inventario: falta de medidas higiénicas, cortes en la electricidad, agua, nefasto sistema de alcantarillado… sin olvidar aquellos de orden psicológico, más los abusos a los que son sometidos por parte del ejército y los colonos sionistas que viven en los alrededores. Para atender a sus aproximadamnete 30.000 habitantes (números más cercanos a la realidad, entre registrados y no registrados), Balata solo cuenta con una clínica médica y dos facultativos en condiciones de proporcionar una asistencia básica.

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El 75% de la población de Balata tiene menos de 18 años, lo que significa que tan solo un cuarto de sus habitantes están en edad de trabajar. Aún así, dentro de ese 25% la tasa de desempleo es preocupantemente alta, por lo que la mayor parte de las mujeres suman a las labores que realizan en sus casas otros pequeños trabajos con los que colaborar a la economía familiar.

En cuanto a los niños, estos acuden a alguna de las cuatro (masificadas) escuelas del campo, donde se les proporciona educación gratuita hasta noveno grado, momento en que que para continuar sus estudios deben desplazarse a Nablus. El trayecto suma un coste diario de dos euros entre ida y vuelta, lo que teniendo en cuenta que cada familia tiene una media de cuatro o cinco hijos, supone un gasto imposible de asumir para muchas casas. Siendo así pocos los privilegiados que continuarán con los estudios superiores, las perspectivas profesionales de los jóvenes de Balata son tan estrechas como los callejones de la ratonera en la que viven.

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A pesar de tan lamentable situación, paseando por sus callejones perennemente en sombra (muchos tan estrechos que no admiten el paso de dos personas al mismo tiempo), uno no se encuentra, como sucedería en otros países del mundo, con un ambiente contaminado por el odio y problemas de adicciones o delincuencia. Los niños te saludan y acompañan llevando de la mano a sus hermanos o peluches, nunca armas o drogas; las paredes están cubiertas de graffitis que aluden a la resistencia, pero no a través de amenazas dirigidas a aquellos que les arrebatan sus derechos, sino de mensajes de amor, paz y esperanza para quienes esperan recuperarlos algún día.

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Y es que la esperanza es algo que, pese a todo, no se pierde. En Balata, como en todos los campos de refugiados, el trabajo de las organizaciones se centra (además de proporcionar el apoyo psicológico que tantos necesitan) en mantener vivo el sentimiento de identidad cultural y la memoria colectiva de los hechos que les han llevado a estas condiciones de (infra)vida. Algo esencial en el caso de aquellos pequeños que han nacido allí con la sola certeza, pues es la única realidad que conocen, de que posiblemente vivan y mueran dentro de esa prisión sin rejas.

Nadie con esa conciencia abandonará jamás su cárcel, ya que eso les despojaría automáticamente de su condición de refugiados, perdiendo su derecho a recuperar los hogares que sus abuelos se vieron forzados a abandonar. Un símbolo recurrente en todos los campos es el de la llave; llaves que en su forma física pasan de padres a hijos antes de morir (las de las casas que ya nunca habitarán) y otras que, a modo de ideograma, decoran paredes, puertas e incluso algún cuello, como colgante dotado de un profundo significado: el deseo y firme voluntad de regresar a la tierra que legítimamente les pertenece.

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6 comentarios en Vida y esperanza en el campo de refugiados

  1. Pau 2 junio, 2014 at 16:33 #

    Espero que esos niños tengan más posibilidades de tener un futuro mejor

  2. po 2 junio, 2014 at 16:35 #

    que se puede esperar de la condición humana, setenta años después de uno de los episodios mas crueles de la historia (el exterminio nazi), la primera generación de victimas de aquél, ejercen la misma crueldad con esta desvergüenza y en el nómbre de Dios

    • Carmen 3 junio, 2014 at 8:42 #

      Nada que añadir.

      Bueno, sí… que lo de Dios es discutible. Eso daría para una buena conversación.

      • Ivy 9 junio, 2014 at 12:37 #

        Me temo que lo de Dios es probablemente una excusa que viene muy bien.

        Por cierto, algo que suelen decir recurrentemente (en los memoriales alas víctimas del holocausto nazi) es que la historia hay que recordarla, para no repetirla… pero el ser humano es gilipollas perdido, me da la sensación. Hemos llegado al tope del desarrollo y vamos para atrás… como los cangrejos…

        Qué penica más grande. Y pobrecitos niños…

  3. Arol 6 junio, 2014 at 20:22 #

    Quedé impresionado con la cifra del 75% y qué decir con las condiciones en las que viven esos pobres niños

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