Cuando la semana pasada regresé de India, descubrí que había dejado olvidado mi diario en el último hotel. No obstante, y aunque resulta inevitable que algunos pequeños detalles se pierdan en el camino, recordar lo que hice en Srinagar me resulta extremadamente fácil. Básicamente, porque todos los días hice lo mismo.
¿Aburrimiento? Ninguno; nadie se aburre cuando se está sintiendo bien. Aunque no te muevas, en el sentido más literal del término. Y es que debo admitir que en Kashmir ejercicio físico hice el justo, pero no por falta de opciones. Si, por ejemplo, os gustan los trekkings, tenéis para todos los gustos. Yo estuve tentada a perderme varios días en las montañas, y si finalmente decidí dejarlo para “la próxima vez” fue porque hubo un plan que en aquellos momentos me pareció mucho más apetecible.
Todo empezó la primera mañana, cuando me levanté para conocer uno de los mercados flotantes de la ciudad.
El hombre con quien había apalabrado el paseo el día anterior me estaba esperando en la puerta del New Calcutta a las cinco en punto. A esas horas apenas empezaba a atisbarse la salida del sol tras las montañas, no se escuchaba ningún sonido más que el de los pájaros, y parecía que en la ciudad no hubiese ser vivo despierto más que esos animales, yo y el kashmiri que me acompañaba.
Además, hacía frío. Por suerte el barquero estaba preparado para todo y no tardó en ofrecerme una gruesa manta en la que me envolví cual gusano de seda, mientras para mis adentros pensaba que más valía que el mercado flotante no fuera uno de esos shows turísticos donde se exponen souvenirs e intentan venderte desayunos de cualquier manera. Confieso ser persona de despertares lentos y difíciles.
A medida que la sikhara empezó a recorrer los canales vacíos, mi actitud cambió completamente. El silencio, la soledad, la magia de aquel escenario… Aquello era un lujo, y no tardé en admitir que me daba igual dónde me llevaran: si no me gustaba, no repetiría; pero el solo hecho de haber disfrutado del amanecer en Srinagar de aquella manera había valido las horas perdidas de sueño.
Por fin, llegamos al famoso mercado flotante. En el cruce entre dos canales, seis o siete hombres, no más, charlaban mientras bebían té y fumaban en sus barcas de madera. La total ausencia de mujeres me llevó a pensar que habíamos llegado demasiado pronto, lo que en parte era cierto.
A medida que los minutos pasaban, fueron llegando más y más hombres, cada uno a bordo de su propia sikhara, cada vez más animados, hablando a gritos, negociando e intercambiando frutas por verduras, verduras por frutas, o sacos de contenido misterioso por grandes fajos de billetes. Pero ninguna mujer entre ellos, excepto alguna turista india acompañada por su marido que, como yo, contemplaban la escena desde su sikhara de colores.
No sé el tiempo que permanecimos allí, pero teniendo en cuenta que el paseo que había contratado era de tres horas, calculo que no menos de hora y media. Fue fascinante y embarazoso al mismo tiempo. Embarazoso porque, con el fin de que no me perdiese nada, mi barquero no dudó en abrirse paso entre los vendedores, situándose en el mismo centro del enjambre, y la sensación de ser una turista más, molestando a quienes se habían levantado para trabajar, no me abandonaba. Fascinante porque, a pesar de ello, la experiencia era auténtica, genuina, y yo me sentía tan feliz que me vi incapaz de borrar la estúpida sonrisa de mi cara hasta que nos fuimos.
Regresamos al New Calcutta siguiendo a esos mismos comerciantes que, con el deber cumplido, volvían a casa para desayunar con sus familias. Los canales, antes vacíos, empezaban a poblarse de barcas con mujeres camino del mercado, niños vestidos de colegio, y muchos turistas indios en dirección a donde nosotros habíamos estado. Demasiado tarde: para ver los mercados flotantes en pleno apogeo hay que levantarse a las cuatro de la mañana. Y merece la pena: lo dice la de los «despertares difíciles», que al día siguiente no dudó en saltar de la cama antes que las ranas para subirse en la sikhara y asistir otra vez al mágico despertar de la ciudad.
Preciosa historia Carmen, no me extraña que quieras volver una y otra vez a India
Ya estoy planeando mi próxima escapada :)
De la serie… a quien madruga dios le ayuda no? Jeje! Nos encantan los mercados, y la verdad es que nunca fuimos a uno flotante… y ya està en nuestra lista de «cosas que hacer» :-)
besito Carmen
Mercados flotantes en Asia hay muchos, pero os aseguro que nunca había visto uno como los de Srinagar. Son… especiales :)
¡Un abrazo, chicos!
¿Qué más da el cuaderno? Un lugar como éste es inolvidable :)
Bueno, bueno… ¡era mi diario! Tenía muchas cosas importantes anotadas en él :P Pero sí… Kashmir es inolvidable. Y difícil de transmitir :D
Yo también he estado en dicho mercado como cuenta. Todo tal cual. Pero además íbamos navegando sobre flores de Nenúfares. Precioso y único