Tal vez sea porque el verano parece haberse instalado oficialmente en Madrid y el asfalto empieza a quemar mis zapatos, que llevo una pequeña racha publicando post sobre experiencias de lo más placenteras y/o relajadas (?). Continuando en la misma línea, hoy voy a rescatar la excursión que hicimos, durante el pasado Blog Trip a Colombia, al Parque Nacional Natural Tayrona.

Sea dicho en primer lugar que el Tayrona es uno de los parques naturales más importantes de Colombia; célebre por su salvaje y primitiva belleza, la diversidad de su flora y fauna, sus paradisíacas playas y por albergar alguna que otra ruina prehispánica. Muchos atractivos juntos que hacen de él un excelente destino tanto para aquellos que buscan aventura, practicar deportes acuáticos, hacer algún trekking o simplemente tumbarse al sol entre baño y baño.

Siempre digo que las comparaciones son odiosas, pero no puedo hablar de mi experiencia en Tayrona sin mencionar lo mucho que me recordó (en base a lo poco que pude ver) a Abel Tasman. No solo en lo paisajístico, que salta a la vista; como el parque neozelandés, el Tayrona es un lugar al que ir para varios días con el fin de descubrirlo poco a poco, recorriéndolo a pie por los sinuosos y accidentados senderos trazados en pleno bosque tropical y durmiendo en sus zonas de acampada. Para los más exigentes también existe la posibilidad de alojarse en ecohabs: cabañas que imitan a las tradicionales viviendas de la civilización tayrona, pero con todas las comodidades exigibles a un alojamiento de lujo en pleno siglo XXI.

Por lo anteriormente expuesto, queda claro que este post no hace justicia, ni lo pretende, a las posibilidades que brinda este paraíso natural. Con tan solo unas horas para disfrutarlo, desde el momento en que pusimos un pie en él fuimos conscientes de que no íbamos a conocer ni una cuadringentésima parte de sus maravillas. El mirador de las Siete Olas y Playa Cristal, donde pasamos el día: eso fue todo lo que vimos frente a las 15.000 hectáreas que lo componen. Pero, ¡ey!, al menos podemos considerarnos afortunados de haberlo conocido, y gracias a ello el Tayrona ha quedado anotado en letras rojas y mayúsculas para ser explorado como merece en un futuro, y espero que próximo, regreso a  Colombia.

En Neguanje, lugar donde tomamos la barca a Playa Cristal.

Llegamos al Tayrona bien pronto por la mañana, ya que el ingreso al mismo está limitado a un máximo de 300 personas por día y no queríamos quedarnos sin nuestra “pulserita”. Tras un trayecto de algo más de dos horas desde Barranquilla a Santa Marta y tomar una barca en Neguanje (sector ya dentro del parque, donde la carretera finaliza) para acceder rápidamente a nuestro destino, desembarcamos en Playa Cristal: una playa que tiene tanto más de paraíso cuantas menos personas encuentres en ella.

Nosotros pudimos disfrutar de su arena casi en exclusividad hasta la hora de comer. A partir de ahí comenzaron a llegar barcas llenas de turistas, tanto extranjeros como (sobre todo) nacionales, quedando manifiesto el enorme éxito que el Tayrona tiene dentro de la oferta turística de Colombia

Un paraíso para nosotros…

… hasta que empezó a poblarse.

¿Y qué hicimos durante ese día en playa Cristal? Pues lo que cabe esperarse: tomar el sol, dar un pequeño paseo o mini-trekking por el bosque hasta una playa vecina, comer pescadito (arroz con patacón, en mi caso), reírnos con las gracias de los vendedores de dulces y artesanías y practicar algo de snorkel.

Explorando las playas vecinas.

Buceando entre pececillos.

[Veggies, espero que os guste el patacón, porque si quitáis el pescado del menú esa va a ser la base de vuestra dieta en Colombia :P Foto de El Pachinko.]

Es una lástima que el instructor que nos tomó las fotografías se olvidase de enviarnos las copias digitales y no poder retratar la actividad con mayor lujo de detalles. Quizá ésta no sea la zona del país donde mayor cantidad de especies puedan verse, pero aún así la experiencia de nadar rodeado de pececillos es muy divertida y recomendable.

Tan recomendable como visitar el Tayrona, al menos por un día, si el tiempo de viaje no da para más. Una estancia tan corta deja inevitablemente la sensación de haberse quedado con la miel en los labios (o «con la selva a dos pasos», mucho más descriptivo) pero eso también tiene su punto de vista positivo… Lo dicho: tengo que volver a Colombia.