En mi primer recorrido por Java (de oeste a este) me había dejado algo pendiente: un lugar que no quería dejar de ver, y que dada su ubicación (a medio camino entre Yogyakarta y Bali) me proporcionaba una disculpa, en el viaje de vuelta hacia Sumatra, para hacer una parada y no tener que recorrer la isla de Java de un tirón.
Si bien, con sus 2329 metros de altura sobre el nivel del mar, Bromo no se encuentra entre los volcanes más altos de Indonesia; sí tiene el privilegio de ser uno de los más famosos. Tras más de veinticuatro horas de viaje en autobús desde Kuta (con parada en Probolinggo para dormir) y el tiempo apremiando, la mañana que me dirigía hacia el pueblo de Cemoro Lawang un solo pensamiento ocupaba mi cabeza: “por favor, por favor: que no me decepcione”.
Y es que llevaba unos días un poco “de ala caída”. No sé si voy a saber explicarlo… como si estuviese “de vacaciones”, pero sin desearlo. Habrá quien me responda (no sin falta de razón): “pero es que estás de vacaciones!”. Bueno, sí… y no. O no tanto. Al menos yo nunca lo he visto de esa manera.
Estos últimos días en Bali, debo reconocer que me he sentido un poco inútil, como “a falta de estímulos”. A pesar de mis intentos (más o menos fructíferos) por mezclarme con la población local, por huir de la “turistada”, todo lo que es Bali, Lombok y Gili me ha hecho sentir dentro de un resort “todo incluido” (con la salvedad de que nada está incluido… ¡qué mala suerte!), y una desconexión total de todo lo que yo ando buscando. Naturalmente, no me arrepiento de haber ido; considero que el mundo hay que verlo en todos sus matices: lo que más nos atrae, y lo que menos (y no es que Gili no me guste, ¡eso tampoco!), pero tal vez ahora no era el momento, mi momento… simplemente eso.
De modo que hacia Bromo me encaminé, deseosa de cambiar el chip. Y vaya si lo cambié: playa por montaña; mareas de extranjeros por… ¿ninguno? ¿dos?; y sol y calor por una niebla y, sobre todo, un frío para los que no estaba preparada.
Del pueblo de Cemoro Lawang no tengo fotografías (más que la que saqué desde el coche) y es una pena, porque es un pueblo con un encanto especial: como terreno “urbanizado”, una única calle, casi vertical, por la que cada hora suben o bajan las furgonetas con los visitantes o los habitantes de los pueblos vecinos que todos los días vienen hasta Bromo para trabajar, ya sea como guía, vendiendo alimentos, ofreciendo paseos a caballo… Más allá de esa calle: campo, montaña, huertos, algunas casitas muy desperdigadas… nada. Un pueblo, en definitiva, que me hubiese gustado disfrutar más, pero en el que no podía permitirme pasar más de dos días, que traté de aprovechar lo mejor posible.
Llegué antes de lo previsto, apenas pasadas las doce del mediodía, de modo que esa misma tarde me encaminé hacia el volcán. Mi primera sorpresa fue comprobar lo cerca que se encontraba: apenas había caminado veinte metros desde mi alojamiento (una supuesta “homestay” donde no vivía ninguna familia), un paisaje irreal, de película de ciencia ficción, apareció ante mis ojos.
Lo primero que llamó mi atención al asomarme a la enorme caldera de Tengger Massif (cuya extensión abarca ni más ni menos que diez kilómetros alrededor del volcán) no fue precisamente la figura de Bromo, sino la de Semeru; otro volcán a apenas unos metros de Bromo, de una altura considerablemente mayor (3676 metros sobre el nivel del mar, exactamente) y cuya apariencia correspondería más a lo que en el imaginario colectivo entendemos como “volcán”: estructura cónica, cráter en la cima… eso sí, ya inactivo. Bromo, por el contrario, tiene una forma rara, como “aplastada”, y es posible que por ello me costase unos segundos más reparar en él, aunque esto no impidió que me impresionase lo más mínimo: la gran columna de humo que continuamente emerge de su interior basta para causar respeto a cualquiera.
Pero, sin duda, lo que ha dado fama a este lugar no es ni Bromo ni Semeru, sino la imagen que Tenger Massif ofrece en conjunto: como decía, una imagen irreal, futurística; un paisaje lunar, más que de éste planeta. Una pesada sensación de soledad, de haber llegado al fin del mundo, me caló hasta los huesos al adentrarme en aquella planicie. Al verme rodeada de tal inmensidad de terreno, fértil en algunas partes, como “abrasado” en la mayoría, con el imponente Bromo a escasos metros y su humo abriéndose incesantemente paso hacia el cielo, entré en una especie de trance del que sólo salí al paso de unas motocicletas, y con los gritos de algunos turistas locales que también habían elegido ese día para visitar uno de los parajes más sobrecogedores de su país.
La ascensión hasta la cima, con el frío cortándome la garganta y las chanclas dificultando mis movimientos (no anduve lista en la elección del calzado), fue dura, pero nada que no compensase las imágenes que iba encontrando a mi paso. Parecía como si el paisaje cambiase a cada metro, en función del ángulo desde el que lo mirase: unas veces rocoso; otras, arenizo; hombres y mujeres cubiertos con gruesas mantas, regresando a sus hogares después de un largo día de trabajo, o tratando de ganarse unas últimas monedas con sus paseos a caballo.
Y, por fin, el cráter. Hasta la fecha, yo sólo había visto otro volcán activo (aunque fuese desde un poco más lejos): el Volcán Arenal, en Costa Rica; ese sí, en constante erupción, y con la lava deslizándose por su pendiente. Tal vez por eso Bromo me impresionase un poco menos, teniendo en cuenta que sólo puede verse una gran grieta desde la que sale el humo. Pero encontrarme tan cerca de ella, sin una valla cortándome el paso, con ese hedor a “huevo podrido” introduciéndose hasta el fondo de mis pulmones, lo convirtió en uno de esos momentos que marcan una fecha en rojo en el calendario de mi viaje.
Esa misma noche, en ese pueblo sin medio de comunicación posible, ni ningún otro “divertimento”, más que dos o tres bares casi vacíos (uno de ellos, el de el único “gran hotel” que hay en Cemoro Lawang), tuve tiempo de planificar mis próximos pasos. Me quedaban diez días en Indonesia; sólo diez días. Un tiempo a todas luces insuficiente para llegar hasta Medan (en el norte de Sumatra) y, en el camino, ver todo lo que en un principio tenía pensado. Moviéndome en autobuses, sin hacer paradas (es decir, cogiendo un autobús tras otro) llegar hasta allí me llevaría unas 72 horas. En términos económicos, calculando por encima, unos 70 euros.
Según mi experiencia, existen dos formas de viajar: la de aquel que, contando con unos escasos 15 o 20 días de vacaciones al año, puede gastarse el dinero que sea necesario para aprovechar hasta el último minuto; y la de aquellos a quienes lo que les sobra es tiempo, pero tienen ir contando “cada peseta”. En este viaje, yo siempre me he incluido en el segundo grupo; sobre todo, por lo del tiempo. Hasta ahora.
Un pensamiento que ya había pasado fugazmente por mi mente días atrás, empezó a tomar forma: la posibilidad de tomar un avión hasta Medan. Si tenía suerte, podría conseguir algo no excesivamente caro, o al menos no mucho más que los 70 euros que tendría que gastarme, sí o sí, en autobuses. Si me salía bien la jugada, no sólo “ahorraría” dinero; sino también días.
Nunca me ha parecido una pérdida de tiempo “malgastar” 18 horas en un autobús. Es pesado, sí; pero me permite disfrutar del país en toda su extensión, parar donde me plazca y ser testigo de primera mano de la vida local. Sin embargo, cuando el planteamiento es pasar 72 horas sin descanso, subida en una lata atestada de gente, con sus trovadores ambulantes, sus fumadores compulsivos y sus chillones vendedores de cacahuetes; sin ducharme, dormir, ni poder ver nada… ahí, la cosa cambia.
De modo que hasta el aeropuerto de Surabaya me desplacé, cruzando los dedos para que una oferta de última hora cayese en mis manos. Y tuve suerte: el día 22 (dos días después), tenía la posibilidad de tomar dos aviones seguidos: el primero a Jakarta, y el segundo a Medan, por sólo 85 euros en total. 85 euros, y cinco horas de viaje (tránsito incluido), frente a los 70 euros y 72 horas de viaje en autobús que me esperaban en caso de desplazarme por tierra. Sin pensarlo más de un minuto, lo compré.
Sí: me dolió tener que renunciar, de golpe y porrazo, a ver la zona de Bukittinggi (en el centro de Sumatra), las islas Mentawai, el lago Danau Toba; pero… ¿no iba a quedarme sin verlo en cualquier caso? A aquel que decidió dar un solo mes de visado para Indonesia, deberían colgarle de un árbol… Tomando ese avión, al menos me aseguraba seis días tranquilos para visitar con calma el Parque Nacional de Gunung Leuser, uno de los puntos clave de mi itinerario en el país. Y como digo siempre, mejor ver poco, pero verlo bien.
El problema: a la espera de mi vuelo, tenía que pasar dos noches en Surabaya. ¡Y qué ciudad más fea, dios mío! Cabe decir que no la vi por completo, pero el barrio en que me moví (los alrededores de Chinatown) no puede presentar un aspecto más desolador: una zona industrial, sin una tienda, sin un árbol, sucia… deprimente.
Por suerte, hasta el lugar más gris de todos puede esconder alguna sorpresa; y en este caso, ésta se encontraba en los alrededores de la mezquita del barrio musulmán. Allí, cada noche, se monta un mercadillo al más puro estilo de “Las Mil y una Noches”, donde pueden comprarse desde cassettes de música árabe, pósteres de los Imanes más famosos, dátiles, jilbabs para las mujeres, gorros para los hombres, y todos los artículos de estética imaginables para transformarse en una “reina mora”: khol de carbón vegetal para los ojos, henna de todos los colores… Alguna comprita cayó, era inevitable.
La noche antes de mi vuelo, en ese barrio feo y gris en que me movía, una fiesta inesperada puso colofón final a mi estancia en la isla de Java: una boda. En la misma calle (una callejuela oscura y estrecha) se había montado un escenario y una carpa, donde si bien no todos estaban invitados a comer, todo el barrio se había acercado a disfrutar de la música y el espectáculo, consistente en canciones y una especie de exhibición de artes marciales en honor a los novios.
Me dio un poco de pena, porque fue llegar yo, y acaparar toda la atención. Me dieron de comer, de beber (sólo agua), me prepararon una mesa frente al escenario… Y digo que me dio pena, porque si bien los invitados y el novio estaban encantados con mi presencia, a la novia no debió hacerle tanta gracia dejar de ser protagonista de su propia fiesta, algo que queda reflejado en la foto que les hice, para la que su flamante esposo la avisó sonriente, y ella puso (perdónenme la expresión) una “cara de culo”, digan de pasar a los anales de la historia… Dada la situación, decidí que lo mejor que podía hacer era desaparecer, y dejar el papel de “reina del baile” a quien realmente le correspondía.
De modo que aquí estoy ahora, en Medan; preparando mi excursión a la selva de Sumatra, donde habitan algunos de los últimos ejemplares de orangután que quedan en el mundo.
Pasaré los próximos días algo apartada de la sociedad; sin electricidad, ni por supuesto Internet, así que posiblemente no volváis a saber de mí hasta que esté ya en Malasia (o llegando). Hasta entonces, ¡disfrutad el fin de semana!
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Fuera de juego: curiosidades de Indonesia
El «baño tipo» está compuesto por un depósito que hace las veces de bañera y lavabo (no hay «ducha»: el agua se echa sobre el cuerpo con cubos) y un «baño turco» (esto es, una placa de inodoro en el suelo). Tampoco se usa papel higiénico: en su lugar, hay una manguerita de agua a presión para limpiarse lo que viene siendo… eso.
Así las cosas, no es de extrañar encontrarse, en los servicios del aeropuerto internacional de Surabaya, con este importantísimo aviso:
¡Lo que son las costumbres!
Me está encantando Indonesia! :D
Hola Carmen! Una de las cosas que me gustaría ver en esta vida es un volcán activo… Por mucho que digas que no te impresionó tanto este, la imagen de esa raja abierta y emanando humo a mi me dejaría varios minutos sin habla y con cara de tonto… Desde luego es la mejor forma de darse cuenta de que nuestro planeta está vivo!
Un abrazo!
Menos mal que «de vez en cuando» das muestras de caer en las «tentaciones humanas» (por lo de las compritas, digo); porque hasta ahora tu tesón y fortaleza me están pareciendo «sobrehumanas»!! Es una gozada leer tus comentarios y ver la preciosidad de fotografías que haces!! Cuídate mucho!
Excelente reportaje de una no menos buena reportera. Te sigo desde el mail y facebook desde haces meses y creo que ya ha llegado la hora de salir de la sombra para felicitarte: tu blog es como una droga para todas las mujeres que te leemos y nunca hicimos nada parecido por falta de valentía (algo que a ti te sobra). Nunca dejes de escribir, lo haces de maravilla. Mi más sincera enhorabuena, Carmen!