¿Alguna vez os ha sucedido que no queríais ir a un determinado lugar, que sabíais que no os iba a gustar, y a pesar de ello, no sabéis cómo ni por qué, vais a parar allí? Pues eso es exactamente lo que me ha pasado a mí con Kuta: no quería ir, tenía la certeza de que es uno de esos sitios que más me valdría evitar, y sin embargo, fue ese precisamente el lugar al que fui a dar con mis huesos mi primera noche en Bali.
La culpa, por descontado, no fue más que mía, que cansada como estaba me subí al primer transporte que se ofreció a sacarme gratuitamente de Gilimanuk (el puerto de entrada a Bali desde Java): un enorme camión de mercancía con destino Denpasar y pilotado por tres paisanos que, aunque simpatiquísimos, no hablaban una palabra de inglés. Con ese panorama, y llegando a Denpasar después de más de tres horas de viaje, Kuta se me antojó como el lugar más cercano y cómodo para pasar esa noche.
Kuta no sólo no ha defraudado una sola de mis expectativas, sino que las ha superado con creces. Y es una pena porque, en este caso, ninguna era buena: un lugar sin ningún encanto; atestado de “guiris”, McDonald’s, KFC y Pizza Hut; algunos restaurantes más “cool”, pero de calidad cuestionable para lo elevado de sus precios; y muchas tiendas de souvenirs y material playero de lo más cutre.
Esa es la palabra: cutre. A excepción de las incontables tiendas de ropa deportiva de marca (que están absolutamente todas: Rip Curl, Quicksilver, Oakley…), el aspecto que Kuta ofrece es bastante decadente. Y respecto al turismo que acoge, yo no he podido sentirme más fuera de lugar: australianos de veinte años para abajo, borrachos las 24 horas al día (o luciendo palmito como “pasmarotes”, con la tabla bajo el brazo); hombres de más de cincuenta, barrigones y colorados como cangrejos, “ligando” con balinesas de veintidós; mujeres a la caza del modelito más hortera para lucir en la disco esa noche… Nada nuevo bajo el sol, lo sé; pero tan concentrado que apesta.
No obstante, a pesar de la (esperada) decepción inicial, no estaba dispuesta a irme de allí sin probar la playa: las famosas playas de Bali. No creo ser la única a quien, al pronunciar esas tres mágicas palabras, le viene a la mente la típica imagen paradisíaca de la arena blanca sembrada de cocoteros, las aguas cristalinas y los “surferos” haciendo volteretas en sus tablas. En ese caso, no os será difícil imaginaros mi reacción cuando, previo madrugón y parada en la farmacia para comprar protección solar, me encontré, no sólo en una playa de lo más normalita (qué digo normalita… bastante FEA), sino frente a este cartel:
¡¿Prohibido nadar?! ¿He llegado hasta aquí (¡¡hasta BALI!!) para que no me dejen meterme en el agua? Pues así es: por lo que parece, las olas de la playa de Kuta están “reservadas” a los surferos, de modo que todos los demás, pobres mortales, no tenemos más remedio que sentarnos en la arena a disfrutar del espectáculo mientras nuestros sesos se cuecen lentamente al sol. Genial.
Y si todavía se le pudiese calificar de “espectáculo”… ni tan mal. Pero es que, para rizar un poquitín más el rizo, ¡ese día no había olas! Centenares de personas sentadas en dirección al mar, donde decenas de chavales se mecían tristemente, encima de sus tablas, esperando el milagro. Yo no sé qué puede haber de divertido en eso, y ni que decir tiene que esa misma tarde agarré mi mochila y me fui.
Y ahí empezó mi verdadera aventura balinesa: exceptuando un par de “bemos” (minibuses locales) inevitables dadas las horas a las que llegué a algunos sitios, me he movido exclusivamente en autostop. En ese sentido, Bali es una isla bastante cómoda, e incómoda a la vez. Me explico: las distancias son muy cortas pero, al igual que en Java, entre tráfico, atascos y el estado de las carreteras, recorrer 50 kilómetros puede llevar tranquilamente una hora y media, e incluso dos. Eso en transporte directo; tirando de autostop puede ser el día entero… si no te piden 15 dólares por un trayecto de 15 minutos (el autostop es algo completamente desconocido en este país, y a los occidentales nos ven como dólares andantes).

Exlicacion grafica de «dolar andante»: a esa pobre inglesa, residente en Bali desde hace 13 anios (y que muy amablemente me llevo en uno de mis trayectos), la pararon sin motivo y tuvo que pagar 50 euros… porque si
Pero ha sido divertido, que es lo que importa, y de este modo he podido conocer a muchas personas autóctonas de la isla, a las que de otra forma me hubiese sido imposible (o muy difícil) llegar. Esta es otra de las cosas que no me gustan de Bali: la población local y el turista son dos “especies” completamente separadas, y se hace muy difícil establecer con alguien una relación que no sea puramente comercial. Y es una lástima porque, si eliminamos a los locales, ¿quién me queda? Los turistas, efectivamente; y ya he dicho que yo con los turistas de aquí tengo menos que ver que con un narcotraficante colombiano… nada; al menos a día de hoy, y con la mochila que llevo en la espalda.
En definitiva, como decía, gracias a esos trayectos interminables en los transportes más inimaginables, he podido hacerme una idea general de esta pequeña y curiosa isla de 90% de población hinduista, donde -como mínimo- hay un templo en cada calle (por no decir en cada casa); las aceras se alfombran casi por completo con ofrendas de incienso y flores para los espíritus, y sólo muy de vez en cuando puede encontrarse uno con una mezquita.
Estos casi diez días en Bali y Lombok han sido bastante solitarios, pero eso sí: bien aprovechados. Puede parecer mucho tiempo, pero moviéndome al ritmo al que me he movido (no quiero ni contar las horas que he pasado en coches, camiones, “bemos” y ferries), no tanto. Lo justito para visitar algunos de los lugares más pintorescos, como el templo de Pura Tanah Lot, colgado del océano Índico; el de Pura Besakih, un enorme complejo hindú situado a 1000 metros de altura, en la ladera del volcán Agung; o el tranquilo pueblo de Ubud, en el interior de la isla.
En Ubud me detendré un momento ya que a pesar de haber sido otra gran decepción (demasiado turístico una vez más, ni punto de comparación con otros pueblos perdidos y de nombre desconocido, a los que caí por casualidad en mis derroteros por el interior de la isla), pasé ahí una noche importante que bien vale una mención honorífica: la noche de la Gran Final.
Para el evento decidí tirar la casa por la ventana y no escatimé en nada: ¿cerveza? ¡cinco cervezas! ¿pizza? ¡pizza! Y así, sumando y sumando, una cuenta de 25 dólares ni más ni menos… Pero lo mejor de todo fue el bar elegido para la ocasión, decorado desde el suelo hasta el techo de color naranja. Menos de ochenta holandeses no se presentaron a la cita: ochenta holandeses… y yo. Y entre el “calentón” y las bromitas de las que fui diana (hasta el minuto antes del gol de la victoria, claro está), no tuve otro remedio que apostar 30 dólares contra la caja…
Creo que no he seguido un partido con más angustia en mi vida: entre los 25 dólares de la cena y los 30 de la apuesta, si perdíamos estaba en serios apuros. Afortunadamente, y como todos sabemos, al final la cena me salió gratis :) La entrega de la copa la vi completamente sola ya que, tras el gol de Iniesta, mis amigos naranjitos no tardaron ni dos minutos en evacuar el local…

Una visita bonita, eso si, fue al Monkey Forest Santuary (Ubud). Un lugar salvaje, y al mismo tiempo bien cuidado, lleno de templos…
De Bali, a Lombok; pero sólo de paso hacia las islas Gili. Aunque quien dice de paso… se come las palabras: tardé dos días en llegar, y la noche tuve que hacerla en el hogar de un buen hombre que por un dólar me ofreció una habitación en su propia casa, a mi y a los dos belgas que amablemente me habían acercado en su taxi hasta el puerto de Padangbai (Bali) y que al llegar, a las diez de la noche, al espantoso puerto de Lembar en Lombok, se habían visto tan atrapados como yo.
Finalmente, el paraíso perdido (y tan intensamente buscado): las islas Gili. Tres pequeños islotes al norte de Lombok, de una belleza imposible de describir con palabras. Cada una tiene su personalidad propia: mientras Gili Trawangan, la más grande de las tres, es conocida como la isla “fiestera”; Gili Air, y sobre todo Gili Meno, son más tranquilas y con menos infraestructura hostelera… en otras palabras: más “desiertas”, si es eso lo que se está buscando.
Aunque esa era una idea que me tentaba, justo en el momento de comprar el billete para el bote cambie de opinión y decidí acercarme a Trawangan; pensando que, tal vez, dada la amplitud de la oferta, allí me resultaría más fácil encontrar un alojamiento de mi presupuesto. En el peor de los casos, si veía que la isla estaba a rebosar, siempre podía desplazarme durante el día a cualquiera de las otras dos…
No pude escoger mejor: Gili Trawangan, a pesar de todos los avisos y las terribles predicciones que me habían hecho por ser temporada altísima, no sólo no estaba demasiado llena, sino que tenía playa para dar y tomar; para disfrutar sólo o en compañía. Es tan pequeña (y eso que es “la grande”), que puede recorrerse su perímetro en menos de hora y media, y en ese rato las posibilidades de encontrarse con alguien son muy, muy escasas; hasta el punto de que yo lo hice dos veces y sólo la primera me encontré con una pareja en bicicleta.
Al caer la noche, no obstante, Gili Trawangan hace honor a su sobrenombre de “fiestera”, y sus bares y restaurantes, iluminados con velas y a pie de playa, ofrecen al turista las mejores barbacoas de pescado, carne o marisco; además de cócteles, chupitos, y sobre todo “hongos”, que prometen un viaje de ida y vuelta a la luna… sin necesidad de transporte.
Tras tres escasos días en las Gili (de dónde me costó mucho, mucho irme; las cosas como son), largo viaje de vuelta hasta Bali pasando nuevamente por Lombok; una isla, por cierto, que por lo que he podido ver parece mucho más tranquila que Bali, y cuyas playas no tienen nada que envidiar a las de su vecina hinduista. Esto, se entiende, lo digo por ser políticamente correcta: no he conocido más playa de Bali que la de Kuta (y alguna más desde el coche), por lo que la impresión que me llevo buena no es; pero como me consta que debe tener playas increíbles, lo doy por hecho y así lo dejo estar.
Queda, pues, de sobra comprobado, que nueve días no son suficientes para explorar a fondo una isla, por pequeña que sea, con una cultura tan diferente no sólo a la nuestra, sino a la de su propio país. En cualquier momento, cuando crees que ya lo has visto todo, cuando apenas queda una hora para llegar al puerto por el que habrás de abandonarla, puedes encontrarte con un cortejo fúnebre llevando los restos mortales de treinta personas fallecidas en los últimos cinco años, camino de la cremación…
Y es que aunque la población de Bali sea mayoría hinduista, las diferencias con el hinduismo de India (ya de por sí contradictorio) son más que notables: en Bali, las cremaciones tienen lugar cada cinco años, para de éste modo dar tiempo a que mueran más personas en el pueblo, y que la ceremonia (que es muy cara) se pague entre todos los familiares de los fallecidos. Cinco años durante los cuales los muertos son enterrados, “en estado de espera” antes de volver a reencarnarse (o de salir del ciclo de las reencarnaciones), a menos que se trate de un sacerdote o religioso de importancia, en cuyo caso la cremación se hace al día siguiente y se paga entre todos los vecinos.
La escalera directa al Cielo, como siempre, parece que no es algo al alcance de todos. Aunque se viva en el paraíso.
No conozcia las Gili y como has dicho, yo no me hubiera ido de alli ni loca… jajaja De Bali tengo referencias buenas y malas, así que tendré que ir a comprobarlo, pero lo de la playa y el no poder bañarse, que locura es esa??? jajaja
Besos guapa y te sigo!
Viaje al atardecer
All About Cities
Pero que playas!!.. el azul del mar..una pasada. Para quedarse a vivir.
Me alegro mucho que la victoria de la selección, te permitiera cenar por la patilla, y celebrarlo a lo grande..je,je.. Y eso de no poder bañarse..solo surfers que cutre!!…. Un punto el comentario de Los Locos..(mi paraíso cercano)..ja,ja..
Un Besote..Ku