Lo primero que me llamó la atención de Malta, antes incluso de salir de su aeropuerto, fue la gran cantidad de folletos turísticos centrados en un único tema: la guerra. “Malta at War Museum”, “Lascaris War Rooms”, “Fort Rinella”… Eso me hizo tener una idea de lo que en los próximos días iba a ver… completamente errónea; ya que no fuimos a ningún museo de guerra, ni vimos disparar un cañón.

Curioso pues, que se le dé tanto bombo en todas partes (nuestro primer hotel era también un santuario de estos trípticos). ¿Será así porque no tienen mucho éxito e intentan promocionarlo a fuerza de meterlo por los ojos? ¿O, al contrario, será lo más típico y yo tuve la suerte de disfrutar de un itinerario diferente? Tal vez (y creo que me quedo con esta tercera opción), ni lo uno ni lo otro: la historia de Malta es tan amplia como pequeña su superficie, y queda demostrado que cinco días no dan, ni mucho menos, para verlo todo.

Cuando llegamos era casi de noche. Yo personalmente estaba muy cansada porque, además del avión, había tenido que coger un AVE para desplazarme a Madrid, y entre medio había sufrido una escala de dos horas dando tumbos por la ciudad. Así que cuando me dijeron que cenaríamos pronto y ese día sólo daríamos un breve paseo por la ciudad de Mdina, me alegré. Moría de ganas por explorar la isla de cabo a rabo, pero para eso necesitaba descansar.

Conocida antiguamente como la Citta Vecchia, Mdina fue capital de Malta hasta ser sustituida por La Valeta a mediados del siglo XVI, con la llegada de los Caballeros de la Orden de San Juan (de los que hablaremos más adelante). Decía uno de mis compañeros que era una lástima haber llegado tan tarde, ya que la belleza de sus palacios y sus callejuelas estrechísimas se apreciaría mejor a plena luz del día, pero a mí me gustó ese primer contacto nocturno con la ciudad. Fue mágico.

Recorrer las calles de Mdina al anochecer es perderse en un decorado épico donde la presencia que más se hace notar es la del silencio; el profundo silencio que impregna el ambiente de cada plaza, de cada recoveco apenas alumbrado por la tenue luz de una farola instalada diez metros más adelante, de cada escudo encajado en la fachada de esas casas que, tiempo atrás, fueron ocupadas por familias nobles de la isla.

La historia de Mdina se remonta muchos siglos atrás. Milenios, deberíamos decir. Ya en el año 700 a.C. estuvo poblada por los fenicios; poco después, por los romanos. Algunos dicen que el apóstol San Pablo vivió aquí tras naufragar en el archipiélago cuando era llevado a Roma como prisionero político. Después llegaron los árabes, y todavía después, los normandos. No sería hasta el siglo XVI cuando, como hemos señalado unas líneas más arriba, la ciudad y todo el archipiélago maltés fuese ocupado por los Caballeros de la Orden de San Juan, quienes no se vieron exentos de conflictos contra el Imperio Otomano.

La historia de Malta es, pues, una historia de guerras. Guerras que no terminan aquí, pues ya entrado el siglo XVIII las tropas de Napoleón Bonaparte obligarían a los Caballeros a abandonar la isla, para poco después dejarla en manos de los ingleses. La independencia no llegaría hasta 1964.

Ante tales antecedentes, no sorprende en absoluto la construcción en forma de fuerte de todas sus ciudades, especialmente de aquellas más cercanas al mar. Como tampoco sorprende (entonces lo entendí) que algunas de sus principales atracciones turísticas estén relacionadas con la guerra: es su pasado. Pero, y como en los siguientes días tendríamos la oportunidad de descubrir, Malta tiene mucho más que ofrecer…