Desde que llegué a Queenstown, hace ya 10 días, tengo la sensación de estar viviendo una especie de segundo Erasmus.

A decir verdad, mi día a día no ha cambiado demasiado al de España (me levanto a las ocho, escribo hasta el mediodía, como, escribo otro par de horas, salgo a hacer una breve excursión por la zona, quedo para tomar algo…), pero las personas con las que me relaciono, y también la ciudad en sí misma, no dejan de recordarme que estoy en un lugar de paso, en un lugar que no es mi casa. Y un lugar peculiar, ciertamente: en Queenstown, el ritmo de vida de los expatriados lo marcan las expectativas de diversión en el tiempo libre.

Es una sensación rara. Una sensación, que definitivamente, no tengo cuando estoy viajando. En Varanasi, en Luang Prabang, en Cuzco, e incluso en Jerusalén, me siento en mi ambiente. Podría decirse que, de alguna manera, tengo puesto otro chip. Aquí no. Como todavía no me he movido de la ciudad, no estoy viajando. Pero tampoco voy a quedarme para siempre. Es, como digo, una sensación que hasta la fecha no había sentido.

Queenstown es una ciudad (más bien pueblo) en la que enseguida te sientes a gusto. Es pequeña, es bonita, y todo parece estar ahí para el disfrute del que llega. Para que no te falte de nada. Para que te sientas bien.

Engancha, esa es la verdad, pero no podría imaginarme viviendo aquí de por vida. Cuando leo que según el último censo Queenstown tiene una población de casi 29.000 habitantes, me cuesta creerlo. Queenstown es el lugar ideal para venir a hacer un curso de inglés de ocho semanas, o para trabajar unos meses con la Working Holiday Visa y luego gastarse todo el dinero ganado recorriendo el país y practicando deportes de aventura… pero ¿vivir? Supongo que es necesario haber nacido en este país para que estas calles, estas casitas y estos parques que parecen salidos de un cuadro naïf te resulten normales. Es todo demasiado… bonito. Y es estupendo, que conste. Ya he dicho que no me ha costado nada adaptarme.

Una de las primeras cosas que más me llamaron la atención al llegar, fue que nadie cerrase la puerta de su casa, y en muchos casos tampoco la del coche, con llave. En mi casa concretamente vivimos ocho personas, y el trasiego de gente entrando y saliendo todo el día es importante. A veces, la casa permanece vacía durante horas y queda abierta, con todos nuestros Mac, netbooks, dinero, documentos, equipos de música, televisiones… dentro. No hay llaves. Nadie va a entrar a robar.

Me costó hacerme a la idea, lo admito. Pero ahora me siento tan cómoda sin preocuparme por coger las llaves cada vez que salgo, que lo que temo es dejarme la casa abierta cuando regrese a España. En mi casa, en Cantabria, incluso ponemos la alarma cada vez que salimos durante más de dos horas. Ha habido robos últimamente por la zona.

El tiempo es bastante particular. Teóricamente estamos en verano pero, aunque luce el sol, sopla un viento frío como el hielo. Será esa la explicación de los picos nevados que veo desde mi ventana.

Ayer, por ejemplo, fue un día excepcionalmente cálido. Hacía un calor de demonios, hablando claro. Tanto, que incluso a la paella nocturna que se celebraba en casa de unos amigos fui con vestido de verano y chanclas, y no pasé frío. Hoy ha caído una lluvia torrencial todo el día, como en el peor invierno cántabro, y no he podido salir ni al supermercado. Nadie me advirtió para que trajese abrigo.

Incluso el cementerio parece salido de un cuento de Charles Dickens

Pero lo normal en Queenstown es que haga sol y que pasear por sus calles o parques sea un auténtico placer. Uno se siente en el decorado de una película: todo es bonito, miras al cielo y ves cuatro o cinco parapentes sobrevolando la ciudad, la gente sonríe, toma el sol en los jardines, bebe una cerveza en las terrazas y siempre hay algún músico callejero poniendo la banda sonora a la escena.

Lo único frustrante es tener ahí el lago Wakatipu, con ese agua tan maravillosamente azul, y no poder meter un pie en él. Está helado. Algunos valientes se bañan, pero yo ni me lo planteo.

Opciones para comer no faltan, y lo que más abunda son los restaurantes asiáticos: tailandeses, coreanos, japoneses e indios. Pero el plato estrella, sin duda, es la hamburguesa de Fergburger. No bromeo: es la hamburguesa más famosa de Nueva Zelanda. Empezó como un carrito callejero en el año 2000 y ahora tiene un local en el que se forman unas colas de campeonato. Incluso ha abierto una panadería al lado en la que cobran los pies (pasteles rellenos de carne, atún, o lo que sea) a precio de oro. Pero como las hamburguesas, nada. A partir de 10 dólares neozelandeses la más sencilla (que es descomunal).

Y si por algo es famoso Queenstown es por estar considerado la Meca de los deportes de aventura. Se puede hacer absolutamente de todo: esquí (en temporada), senderismo, trekkings, parapente, rafting, sky diving… y por supuesto, bungee jumping: una modalidad del jumping con una cuerda elástica en la que además de saltar te quedas dando varios botes un rato. De cada diez negocios que uno encuentra paseando por la calle, seis son agencias ofreciendo este tipo de actividades y dos son tiendas de ropa deportiva.

Subir sus empinadísimas calles debería estar considerado también deporte de riesgo, ¡tacones prohibidos!

En definitiva, Queenstown es un excelente lugar para pasar unas vacaciones. Y lo cierto es que uno se siente a gusto aquí, incluso llevando una vida lo más parecida posible a la de su casa.

En el único momento del día en el que noto la diferencia es por la noche, ya que la comunidad de extranjeros trabajando con la Working Holiday Visa es importante, y todos los días hay una barbacoa, un asado, una paella o una cena temática a la que acudir.  El viernes pasado, una cena Revolucionaria organizada por unos amigos argentinos. Mañana toca cena francesa. ¡Bon appétit!